2 ene 2013

Palabras, pólvora mojada...


Palabras, unidades con significado o al menos con algún tipo de carga significativa. Forjadas a través de los siglos y en cada momento con una forma distinta para ser capaces de explicar los pensamientos y los hechos de cada época, en definitiva para explicar marcos históricos, sociales y personales. Hechas para expresar ideas, pensamientos, sentimientos, para lo cual se quedan cortas...
Tantas y tantas palabras, que a la hora de la verdad de nada sirven, a veces es como si ninguna tuviese la carga necesaria para explicar lo que se siente, para verbalizar de manera inteligible un pensamiento o un sentimiento, a veces parecen simplemente, cartuchos a los que no se les ha puesto pólvora suficiente y por lo tanto no aciertan nunca a su objetivo.
Pero no es justo culpar sólo a las palabras de la lengua que hablamos cuando no podemos sacar a la luz lo que sentimos, la culpa quizá se halle más bien en nuestra cabeza, en nuestra mente, donde a veces se amontonan cientos de ideas, de pensamientos, de esos sentimientos que nos envenenan, de todas esas cosas que no entendemos y que por algún motivo no conseguimos echarlas fuera de nosotros porque no sabemos  cómo explicar lo que vive dentro de nosotros.
Pero puede ser que quizá, tampoco sepamos expresar lo que llevamos dentro, porque tampoco tenemos un oído que nos quiera escuchar, escuchar que no oír. Por habar se puede hablar de muchas cosas, oírse se pueden oír muchas cosas y muchas personas te pueden oír, pero escuchar es algo mucho más concreto, escuchar sólo lo puede hacer alguien concreto, alguien que de verdad entienda las palabras que con nuestros labios pronunciamos de manera pura, sin añadirle más significado que el que tienen, que las interprete tal y como son sin buscarle punto oscuro alguno, porque al final, no se escucha a los labios, sino al alma, los labios son sólo las puertas por las que el alma grita sus sentimientos. De ahí que sea tan importante escuchar lo que dice tal y como es, porque no hay nada más sincero que las palabras del alma.
El alma sabe cuándo es escuchado o no y por quien quiere ser o no escuchada, el alma elige a su confidente, que no tiene porqué ser en absoluto un amigo. Un confidente es ese ser concreto y puro que recibe las palabras del alma en su sentido simple, sin añadirle nada que las altere, las entiende tal y como son  las ama por ser lo que son, un confidente es ese que escucha, no que oye. Un confidente es ese que aconseja con sinceridad, porque tiene la experiencia necesaria que lo hace entender a la perfección lo que otra alma le cuenta, pero sobre todo un confidente es un alma afín a la nuestra, sólo cuando dos almas son afines se escuchan, las demás sólo se oyen, y en los oídos de los que sólo oyen, las palabras del alma no son más que susurros que se lleva el viento al jardín mustio y frío del olvido.
Cuando no se tiene un confidente, las palabras son pólvora mojada, los labios pistola sin gatillo y el alma cañón sin balas, y entonces, el alma se cierra, y es cuando en la mente se amontonan los pensamientos, los sentimientos, las ideas, porque no tienen dónde ir, no tienen a esa otra alma afín que los guarde y una vez nos acostumbramos a estar cerrados, perdemos la llave, la llave del candado que por comodidad y protección la mente le pone al alma, pues de alguna manera esta es su guardián, con el tiempo, va haciendo otra llave nueva, que termina por entregar al alma, para que esta se la dé a quien elija por confidente, pero el  tiempo de creación de la llave es lento, en realidad la llave y ese tiempo, no son más que placebos para el alma, lo que en realidad hace la mente es esperar a que cicatricen las heridas y que se calme la agonía del alma, a que se calle su dolor, a que se sequen sus lágrimas. En definitiva espera a que se acabe el dolor provocado por la experiencia, para que el alma se llene de palabras con significado para regalárselas a su confidente cuando esta lo encuentre. 

Deep_Within

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